12/11/2019

Sueño #25: Manuel Cuadrado




Volví a pecar de ingenuo. Es lo que pasa cuando eres el hijo mayor de Aneth Finol: crees en las personas; por encima de todas las cosas, crees en las personas. No importa si estás en sus caminos y mienten y roban y matan para lograr sus pequeños objetivos, crees en las personas. Así que dejé mi morral verde con amarillo en una sala atiborrada de cosas para ir a orinar. No me demoré tanto, mucho té de tilo, pensé yo. Entonces fui rápido rápido a buscar la mochila. Tiene el peso adecuado, pensé. Caminé por entre los pasillos del edificio y una voz me dijo a la espalda: «te jodieron, primo». Era mi primo, Tomás Diego. «Revisa dentro de la mochila», dijo. Entonces revisé dentro de la mochila y efectivamente, me habían jodido. Habían sustituido mi Mac por una Aser. Era un modelo idéntico, pero de otra marca. Mierda, pensé, la tesis. Pero estaba en la nube. «¿Qué vas a hacer?», preguntó mi primo. «Nada», contestó, el hijo de Aneth. «Vamos», dijo el primo, «yo sé quiénes son». Me quedé callado y de repente el corazón comenzó a latir con fuerza, como un caballo desbocado. «Sígueme»; lo seguí. Entramos en un salón amplio lleno de mesas grandes y redondas de topes de fórmica de un color verde manzana. Al fondo, a la izquierda, estaba un grupo de personas, todos eran jóvenes, al principio de sus veintes. Eran cuatro hombres y una mujer. Nos sentamos. Mi primo se sentó entre ellos y yo, en una de las mesas redondas que daban con una esquina, de manera que ellos recostaban sus espaldas a las paredes esquinas. Yo daba la espalda al centro del salón. No tenía ventanas pero todas sus luces estaban encendidas. Entonces mi primo le habló al cabecilla del grupo, era un albino: «devuelve la portátil». «No», respondió él —se conocían—, «¿cuál portátil?». «La que te robaste», dijo mi primo. Silencio. «Que se compre otra», dijo el albino. Vestía con los mismos colores de mi mochila, verde perico y amarillo canario. Entonces volví a sentir los latidos de mi corazón y que me faltaba el aire para respirar. «Que le devuelvas la computadora a mi primo», dijo Tomás Diego. «No», dijo el albino. «Entonces le hablaré a Manuel Cuadrado», dijo mi primo. «¡¿MANUEL CUADRADO?!» Exclamó la única mujer, a quien no veía, porque la tapaba la humanidad de mi primo. «El otro día le arrancó un brazo a alguien», dijo la mujer. Entonces la vi, era pequeña, de cara redonda y de cabello negro, largo y liso; tenía la fisionomía de una Navajo. Entonces, los otros hombres que parecían relajados, y estaban sonrientes, comenzaron a moverse involuntariamente. «Devuélvele la portátil a mi primo», dijo por tercera vez Tomás Diego. El albino miró a la mujer, quien estaba a su izquierda, sentada después de uno de sus hombres y se volteó hacia el suelo, como para recoger algo; se oyó un sonido de cremallera y entonces la vi, a la Mac, la que hace la magia de escribir estas historias. Mi primo se levantó y yo lo seguí afuera.