12/13/2019

Homenaje al "Gracias a la vida" de Violeta Parra


Me gusta pensar que soy poeta, pero no lo soy; según mi opinión, poeta sólo hay uno: Dante; el resto de las personas que hemos pasado por esta tierra en un lapso que le llamamos vida, escribimos poesía.

Mi primer texto poético lo escribí en 1998, para una asignatura de la carrera de arquitectura, cuando estudiaba en la Universidad del Zulia. Desde entonces escribía poemas cuando ocurrían. Por ejemplo, caminando de regreso a uno de los trabajos que tuve, pensé en mi hija, quien todavía estaba en la pancita de su mamá. Y la pensé, con una pregunta: ¿cómo será la vida de mi hija?

Así que la respuesta fue un poema, el poema de “Renata”:

Renata, Renata, dulce niña y consentida
jugarás a ser grande y terminarás siendo feliz
el poder de tu mirada, a muchos no le agradará
pero tu fiel sonrisa no será poca
y grande, grande, grande será el hueco que dejarás
Renata, Renata, dulce niña y consentida.

Me fui a estudiar a Barcelona, España, en el 2002 y regresé a Venezuela, en el 2005. Ahí alcancé una de las metas soñadas por muchos profesionales de finales del siglo XX, la cual era trabajar en Petróleos de Venezuela. PDVSA aparece en lista Global 500 de la revista Fortune en el puesto 39 entre las empresas más grandes del mundo, sobre la base de sus ingresos, siendo la segunda en la región de Latinoamérica, es además,​ la petrolera que posee las mayores reservas petrolíferas del mundo, alcanzando a finales de 2013, una suma total certificada de 298.353 millones de barriles, que representan el 20% de las reservas mundiales de este recurso. Estaba en el lugar ideal desde el punto de vista profesional, pero la vida a mi alrededor se venía a pedazos. Además, para rematar, el puesto de trabajo me encantaba, era el encargado, “antes de irme de vacaciones a Chile”, del diseño de las remodelaciones de los Comedores Industriales de la costa occidental del país, atendiendo las necesidades de más de 100.000 m2 de construcción y a una cantidad de 20.000 comensales.

Pero el país no daba para más, por eso me vine para Chile, a comenzar de nuevo, con 42 años de edad.

En Venezuela vivía en un departamento en una planta baja y el cual tenía un precioso pequeño patio interno en donde jugaba mi gata. Tenía tres dormitorios: el matrimonial (con mi segunda esposa), el de mi hija (para cuando nos visitaba) y el del estudio, en donde tenía una pequeña colección de libros (cerca de 450 volúmenes), pero en Santiago, dormía en el cuarto del hijo de 11 años de unos amigos, en la cama cuna que sacaba de debajo de la del niño; tuve mi ropa en esos cinco meses arrumada en una esquina y pasaba el día deambulando por la ciudad austral, esperando el llamado de un trabajo o la respuesta de algún correo.

Escribí y construí más de 7 currículos, les llamaba los CV con plomo o los CV sin plomo, haciendo la equivalencia con la gasolina en Venezuela. El primero de ellos, en orden, es decir, el CV con plomo, era el que tenía los estudios completos, desde el título de “Suficiencia Investigadora” como candidato a Doctor en la Escuela Técnica Superior de Arquitectura de Barcelona de la Universidad Politécnica de Cataluña, en donde veía clases como oyente con el profesor Josep Quetglas, el workshop con la arquitecto japonesa Kazuyo Sejima, el posgrado en el curso de Ignasi de Solà-Morales y el curso de inglés para arquitectos en la Architectural Associaton de Londres, en donde estudiara el mega arquitecto de fama mundial Rem Koolhass (entre otros), hasta el CV sin plomo, el que tenía las habilidades de lavaplatos, o como le dicen en Chile, “copero”, y en donde apenas me había graduado de la escuela secundaria en el San Vicente de Paúl, en Maracaibo, y en donde tenía las experiencias (ciertas) lavando platos en Saint Louis, Missouri, y en Barcelona, España.

Me levantaba temprano en la mañana y lo primero que hacía era meterme en el portal Yapo.cl, para buscar trabajo, escribía a todas las ofertas de empleo que pudiera. Me vestía, desayunaba y deambulaba por la ciudad. Al mediodía, repetía la actividad, y luego, a mitad de la tarde.

En esas instancias descubrí la Biblioteca de Santiago. Entonces, el deambular se redujo a ese espacio, en donde repetía la búsqueda en el portal de internet (Yapo.cl) todos los días.

Mi desayuno consistía en una manzana verde y en una barra de cereal de la marca Quaker. El almuerzo, en cambio, era medio sándwich, es decir, el de 15 centímetros, de la oferta del día del Subway. En la noche, cenaba dos o tres kiwis. Cuando me preguntaban, cómo me había ido, mis colegas del departamento, al final de la noche del día largo, les contestaba con la misma respuesta: «algún día me encontrarán en el fondo del Mapocho».

Cuando estás en la década de los veintes, la resiliencia es mayor; pero cuesta cuando tienes más de cuarenta años, y creías además, haber alcanzado el punto más alto de la meta profesional propuesta a principios de tu carrera. Pero eso también ayuda a ver la vida como lo que es, un constante cambio y una regeneración activa. Pero cuesta entenderlo en carne viva y en vida propia.

Los días eran los mismos, se repetían consecuentemente. Me sentía cagado, lleno de mierda y cuestionado, pero un viernes de julio (en pleno invierno austral), en el camino rutinario de ida a la Biblioteca de Santiago, me encontré con un grupo de jóvenes ensayando la batucada brasilera, con diferentes tipos de percusiones, unas más grandes, otras más pequeñas, en una de las plazas públicas del Barrio Yungay.

Sentí algo que luego supe y asocié con el sentimiento de la “alegría”, pero era una alegría diferente, la de la juventud viviendo la vida, la que está en el “aquí y en el ahora” y no la de todos los demás, que nos cargamos con el peso de la rutina diaria. Entonces, como ocurría siempre con la poesía, llamó a la puerta de la mente, con el verso: la alegría del viernes no debería llamarse alegría, porque esa alegría, la de ellos, no era sólo la alegría de ellos, sino también, mi alegría, y la alegría de los que pasábamos por ahí, contagiados, en un día que era distinto, porque representa tantas cosas en esta vida de metas, y de producción, como lo es el la del día viernes.

Así que en lo que me quedó de recorrido a la biblioteca pensé, que ese verso podía ser el inicio de un buen poema. A la poesía la tenía abandonada, la poesía nunca fue mi prioridad. Como escritor de oficio, escribía a veces, con intención y con cierto método, pero los poemas, en cambio, ocurrían (esto es muestra de ello). Días antes, había ido a una pequeña exposición en la Biblioteca Nacional de Chile sobre Violeta Parra, en donde exhibían a la Violeta cantora; por supuesto, estaba el “Gracias a la vida”, de manera que la conexión cósmica/inconsciente hizo su trabajo, pensé: utiliza la estructura del poema de Violeta, y eso fue lo que hice.

Entonces escribí el poema “La alegría del viernes no debería llamarse alegría” con la estructura de la canción inmortal de Violeta Parra, su “Gracias a la vida”:




La alegría del viernes no debería llamarse alegría.
A los románticos, les gusta pensar que,
estamos hechos de polvo de estrellas,
a los cínicos, que somos detritos nucleares,
yo sólo pienso que, somos humanos, nada más.

La alegría del viernes no debería llamarse alegría
porque son pocas las señales que podemos captar
entre la nada y el vacío y nuestros amores
besos, abrazos, caricias, canciones,
debemos buscarnos entre terminales y receptores.

La alegría del viernes no debería llamarse alegría
porque no podemos nombrar a un nuevo sentimiento
con él, la palabra pierde el sentido y se inventa;
describimos, ilustramos, sentimos, nos conectamos.
Y nos podemos alumbrar con una luz en el alma, nada más.

La alegría del viernes no debería llamarse alegría.
El tiempo se hace lento porque está cansado
pero ¿qué es el tiempo si no estoy contigo?
Lunes y martes, miércoles y jueves,
son como lugares que llevan a ningún lugar.

La alegría del viernes no debería llamarse alegría.
Sé que tengo un corazón porque se agita
pero no porque lo piense y reflexione
pero no porque distinga lo bueno de lo malo
pero no porque al fin, ¿para qué sirve el corazón humano?

La alegría del viernes no debería llamarse alegría.
Es el fin de algo o el principio de su contrario,
es una onda o una partícula
los dos materiales que construyen el dilema
y el dilema que no es tal, sino estás conmigo
y el dilema que no es tal, porque todos estamos

en la alegría del viernes que debería llamarse …distinto.

Luego encontré trabajo, como asistente mueblista.

Ahí trabajé cinco meses. En ese tiempo, postulé a un doctorado, en donde estoy ahora.

Ahora tengo una beca, la cual debo renovar pronto.

Al final, lo logré, con un poco de poesía.

Fernando Chávez-Finol
Un día viernes (y 13).