Era el día mi boda. En la lotería, nos sacamos el Premio
Mayor. Fueron 30 millones de dólares americanos. Por eso nos casamos. Elegimos
para la ceremonia al Pastor que estaba de moda, pues era el Pastor que cobraba
los honorarios más altos en el mercado. Sus honorarios ascendían al monto de
los 8.000 dólares americanos por oficio (sin incluir viáticos, ni las
Pastorcitas quienes eran unas niñas bronceadas con la piel del trópico y quienes
no pasaban la mayoría de edad en sus edades).
La boda nos costó 20.000 dólares. Fue en el Caribe;
“Literalmente” —EN— El Caribe, ya que estábamos en algún lugar del mar en donde
no se veía la Tierra Firme por ningún lado. No sé cuál sería el término
científico pero, aunque rodeados de mar, estábamos en una zona baja, en donde
el agua salada no pasaba de las caderas de una persona de estatura promedio.
El código de vestimenta era sencillo: ropas del color
beige (o caqui) con adornos en café (o marrón oscuro). El que vestía diferente
era El Pastor, quien con su cabellera ondulada de color castaño claro con
reflejos en dorado y la cual le superaba los hombros, vestía de blanco con
adornos en oro. Las Pastorcitas, en cambio, vestían unos bikinis en hilo, es
decir, sus trajes de baño eran unos hilos de algún material sintético que
hacían que pareciera que estuvieran vestidas (a los ojos de los feligreses y de
Dios), por lo que muchos nunca supimos si vestían según los colores
establecidos en el código de vestimenta de la ceremonia o lo hacían siguiendo
los códigos propios de los oficiantes.
A nuestro alrededor, habían muchos yates y embarcaciones
de conocidos y extraños, con algunos rastros de montículos de arena entre ellos,
por lo que los colores se sucedían en el azul, el celeste, el beige, el blanco
y en menor medida, el café y el dorado.
La ceremonia transcurrió con la total normalidad del caso
pero, no resultó: a los tres meses nos divorciamos. Lo único que supimos fue
que una de las Pastorcitas se fue a vivir con el papá de la novia (el suegro).
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