2024 - LA TABLITA DE GIBRALTAR

Obra de Teatro 
en cinco actos.



Fuente: BIBLIOTECA AYACUCHO
LA SANTA RELIQUIA DE MARACAIBO
A don Emilio Mauri
Director de la Academia

Nacional de Bellas Artes

EL NOMBRE árabe de Gibraltar lo llevan hoy en la super cie de la tierra dos localidades: el Gibraltar europeo, tan celebrado, y el Gibraltar venezolano, pueblo situado en el extremo sud del lago de Maracaibo.

Para los que conocen un poco la historia y la geografía antigua del Mediterráneo, el nombre de Gibraltar trae a la memoria los de Calpe y Ávila, las columnas de Hércules del mundo fenicio, la última Tule por el noroeste de los navegantes antiguos.

Todo en Gibraltar es marcial, desde su origen, grandiosidad de la naturaleza y tenacidad del hombre. Gibraltar es corrupción del nombre árabe Djebel al tarik que equivale a Montaña de Tharik, nombre éste del primer general moro que desembarcó en aquellos lugares en 711. En cuanto a su naturaleza, Gibraltar es un peñón de cuatrocientos metros de altura, baluarte de rocas, aborto titánico, cuando en remotas épocas surgieron las montañas hespéricas que luchando con las de Altas y de los Apeninos, formaron la cuenca del Mediterráneo, que después debían conquistar las aguas del Atlante. Desde entonces éste pasea sus olas sobre las costas, y lame los pies de las montañas, en tanto que las aguas del Mediterráneo, vergonzosas y pesadas, se escapan por debajo y van al océano, subiendo escalas a manera de salteadores que surgieran de los tenebrosos abismos.

Cuando se dice Gibraltar, viene a la memoria no sólo la obra de la naturaleza, sino también la de los hombres, la fortaleza ciclópea erizada de cañones, llena de fosos y de galerías subterráneas, armada a maravilla y custodiada por soldados invisibles. ¡Santo Dios! ¡Qué monstruo tan dispuesto siempre a vomitar toneladas de metralla sobre los pobres barquichuelos que atraviesan el famoso estrecho! Hace ciento ochenta y seis años que Albión se ha incrustado en el cuerpo de la madre España, y hasta hoy no ha habido poder humano su ciente para sacar de las carnes de la señora esta garrapata, este pólipo, esta escrecencia que ha resistido a todos los cauterios y disolventes más poderosos. Inútil ha sido la diplomacia, e inútil será la sorpresa, porque Gibraltar es campo volante, avanzada donde jamás se duermen los centinelas, ni se abandona la custodia del cañón. El día en que este volcán de metralla estremezca las aguas del Mediterráneo, será el día de la última ratio regum, es decir, la Europa victoriosa contra John Bull.

No puede al pronto comprenderse por qué se le puso el nombre de Gibraltar, que implica las ideas de roca, de montañas, de alturas, de escarpas y abismos, a una costa de Maracaibo, baja, anegadiza y cubierta de bosques. Tal contraste tiene que haber obedecido a causa desconocida. Los castellanos bautizaban las más de las regiones americanas por los recuerdos que les despertaban las provincias españolas. De ahí, que pusieran el nombre de Nueva Andalucía a las bellas regiones bañadas por el Magdalena y el Orinoco, con su cielo azul, su vegetación esplendente, sus noches pobladas de estrellas, que hacían recordar las costas andaluzas bañadas por los tibios rayos del África. Los mismos recuerdos tuvieron cuando fundaron a Nueva Cádiz, Nueva Córdoba, Mérida, Trujillo, Nueva Segovia, Valencia, etc., etc. Pero si mayormente el recuerdo de la patria fue la idea dominante, en el nombre de Gibraltar no entró como actor principal sino la guasa de la soldadesca. Es el caso, re ere la tradición, que cuando el conquistador Gonzalo de Piña Ludueña merodeaba a orillas del lago de Maracaibo, por los años de 1599 a 1600, en persecución de los indios motilones, hubo de pernoctar, por acaso, en los lugares donde aquél fundó la villa de Gibraltar. Los soldados, sin esperarlo, fueron sorprendidos por un eclipse total de luna que les trajo recuerdos gratos del patrio suelo. Todos se extasiaban en la contemplación del fenómeno, cuando uno de ellos, a quien habían despertado, apareció entre sus compañeros y exclamó:

—Este lo vi yo en Gibraltar, cuando estuve de guarnición.

—¡Cómo! –le interrogaron sus compañeros–: ¿Cómo es posible que hayas visto este mismo?

—Sí, sí –exclamaba el palurdo– es el mismo, el mismito.

La guasa que se apoderó de la soldadesca contra el ignorante soldado, fue tal, que Piña Ludueña, al  jar el lugar en que debían establecerse para dominar a los motilones, le bautizó con el nombre de San Antonio de Gibraltar, en memoria de este suceso y de Gibraltar, cuna de su nacimiento.

Posesionados los castellanos de esta localidad comenzaron a edi carcasas y templos, a desmontar las costas para formar haciendas de cacao, y a traer a la villa cuantos recursos podía haberse de Maracaibo y España.

Y a tal grado llegó el entusiasmo de los pobladores, que familias ricas de la nobleza de Maracaibo, juzgaron como meritorio fundar haciendas en Gibraltar, introducir esclavos y pasar en la nueva villa algunos meses del año. La competencia entre las dos llegó a su colmo, cuando hubo de concederse a la de Gibraltar más riquezas y comodidades que a la de Maracaibo, y más porvenir por la fertilidad de sus tierras, abundancia de sus cosechas, y las importaciones que hacía para su comercio en los pueblos andinos.

La Gibraltar venezolana tiene, como la Gibraltar española, su historia, en la cual no faltan episodios interesantes, aventuras que nos trasportan a la época romana del rapto de las sabinas y también rasgos sublimes de generosidad y de barbarie, dignos del drama y de la leyenda. Antes de que Piña Ludueña fundara el pueblo de Gibraltar en 1599, hacía muchos años que estas costas eran el azote de los indios quiriquires, tribu feroz de la nación Motilona. Hábiles marinos, los indios atacaban siempre a los castellanos que aportaban sus mercancías a estas regiones del lago de Coquibacoa, y con tanto éxito, que regresaban siempre a sus escondites con géneros de seda, de los cuales se servían para hacerse mantas; de pasamanos de plata y de oro que empleaban en cuerdas de hamacas; de leznas que colocaban como púas en sus  echas, y de mil objetos más de los cuales sacaban provecho. Al  n, después de mil piraterías,  ngieron paz con el encomendero don Rodrigo de Argüello, aparentando cierta sumisión momentánea.

Después de haber partido Piña Ludueña para la gobernación de Caracas, donde murió en 1600, en la madrugada del 22 de julio de este año, el día de la Magdalena, fue Gibraltar atacado por los quiriquires unidos a los Eneales y Aliles, quienes en ciento cuarenta canoas y en número de 500 hombres cayeron como recio vendaval sobre la indefensa población, que no los aguardaba. La mayor parte de sus habitantes es víctima de la muerte, y los pocos que, inspirados por valor heroico, tratan de contener a los invasores, desaparecen al  n en medio de espantosa carnicería. El fuego cunde al par que la matanza, y de tanta desolación y espanto sólo escapan los moradores que pudieron correr y ampararse en las vecinas haciendas.

Al saqueo y la matanza siguió el incendio que por todas partes destruyó las pajizas chozas:

Y queriendo los vencedores, dice el cronista castellano, que pasara por el mismo rigor la iglesia, entraron en ella, y estando unos robando sus ornamentos, otros se ocupaban en  echar con las  echas de puntas de lezna un devotísimo Cruci jo de bulto que estaba encima del altar,  jado en un tronco de nogal, de las cuales cinco quedaron clavadas en el Santo-Cristo, una en una ceja, dos en los brazos, otra en el costado y en una pierna y señal de otras en muchas partes del cuerpo. Lo cual hecho, y acabado de robar lo que hallaron en ella, le pegaron fuego, que por ser también de palmiche como las demás del pueblo, con facilidad se abrasó, y cayó ardiendo gran parte de la cubierta sobre el Cristo: pero de ninguna manera se quemó ni el cuerpo ni la cruz donde estaba, ni aun una pequeña imagen de la Concepción de papel que estaba pegada en la misma Cruz bajo de los pies del Cristo con haberse quemado, hacerse carbón el tronco o cepo donde estaba  jo, de suerte que se halló casi en el aire la Cruz con el devotísimo Cristo; sólo en una espinilla tenía pequeña señal del fuego como ahumado sin penetrarle.35

Agrega la tradición que cuando los indios vieron al Cristo en el aire, se llenaron de pavor y huyeron, mientras que otros pidieron perdón.

Sea de esto lo que se quiera, el historiador Oviedo y Baños, al hablar de Maracaibo, nos dice:

Venérase en la iglesia parroquial una devota imagen de un milagroso Cruci jo, a quien los indios quiriquires, habiéndose levantado contra los españoles el año de 1600, y saqueado y quemado la ciudad de Gibraltar, en 35. Fray Simón, Noticias historiales de tierra  rme, 1625, Primera parte.

cuya iglesia estaba entonces esta hechura, con sacrílega impiedad hicieron blanco de sus arpones, dándole seis  echazos, cuyas señales se conservan todavía en el santísimo bulto, y es tradición asentada y muy corriente, que teniendo antes esta imagen la cara levantada (por ser de la espiración), como la comprueba el no tener llaga en el costado, al clavarle una de las  echas que le tiraron sobre la ceja de un ojo, inclinó la cabeza sobre el pecho, dejándola en aquella postura hasta el día de hoy.36

Pero lo que da a este asalto de los quiriquires a Gibraltar cierto interés novelesco es el rapto de las sabinas. Entre las mujeres cautivas de los indios estaba la esposa del encomendero Argüello, doña Juana de Ulloa, con sus hijas Leonor, casada, Paula, soltera, y otra hermana de cortos años a la cual llamaremos Elvira, por ocultarnos su nombre el cronista. Llenos de odio y de venganza los indios ahorcan a doña Juana, la cual espiró colgada de la rama de un árbol. Sobre el cuerpo desnudo comienzan entonces los quiriquires a lanzar numerosas  echas que fueron clavándose en las carnes de aquella desgraciada mujer; y tal fue el número de proyectiles, que cuando a poco los castellanos que regresaron al pueblo destruido, cortaron la soga de la cual pendía del árbol el cadáver de la señora, éste cayó de pie, sostenido por las  echas que simulaban un erizo de aspecto repelente. Las tres cautivas fueron conducidas por los vencedores a sus escondites, situados en los remansos y ciénagas del río Zulia. Despojadas de sus vestiduras castellanas hubieron de aceptar la desnudez indígena y las costumbres que les fueron impuestas. Dos de ellas, Leonor y Paula, fueron aceptadas como esposas de dos de los principales caciques, quedando Elvira para cuando tuviera la edad, según la costumbre indígena, de tener marido o dueño.

Por una y dos veces más regresan los quiriquires a Gibraltar reconstruido, y en ambas ocasiones roban a la población, llevándose nuevas cautivas, tanto castellanas como americanas. Entre los castellanos que se habían salvado de tantas desgracias, estaba el hijo del encomendero Argüello, hermano de las cautivas, quien no tenía otro pensamiento que librar a éstas del poder de aquellos hombres feroces. A los seis años de triste cautiverio es 36. Oviedo y Baños, Historia de la conquista y población de la provincia de Venezuela, Madrid,

salvada Leonor, la casada, la cual tenía ya una hija de cuatro años. Desnuda y no llevando por vestido sino el guayuco indígena, aparece la castellana ante sus compatriotas, quienes se apresuran a vestirla con las mantas que llevaban. Ruborízase la esposa al verse libre del yugo que le había impuesto la suerte, pero se humilla y reálzase ante los decretos del Altísimo.

Reconócela a poco su marido, tiéndele los brazos, compadécela, admírala, ámala de nuevo al verla desgraciada, y acepta como suya la nueva hija que le traía. A poco aparece Paula trayendo dos hijos. Años más tarde, en 1617, los castellanos, al verse saqueados por tercera vez por los indios, acometen a éstos en sus mismas guaridas, y rescatan a Elvira. Frisaba ésta en los veinte y un años y estaba acompañada de dos varones y de una niña preciosos.

Como prisionero estaba el cacique que le había tocado de marido y al cual le esperaba la horca como a todos los prisioneros habidos. Elocuente es la escena que nos aguarda.

Van a sacrificar al cacique cuando el llanto se apodera de Elvira.

Repréndela el hermano, que era uno de los vencedores, y ella contesta:

—Es el padre de mis hijos, es también mi padre, pues desde muy niña he estado en su compañía diez y siete años. Suplica, llora, pero todo es inútil; el cacique es inmolado con los demás prisioneros.

Este acto de barbarie tuvo a poco su corolario. Después de haber con nado a diversos lugares dentro y fuera de Venezuela, a los prisioneros inocentes, el hijo de Argüello toma a Elvira, a sus tres hijos y a otras personas y los conduce en una canoa a Maracaibo. En el camino cercano a la costa toma con disimulo los tres ángeles, los lleva a tierra, y con un puñal los sacri ca, alegando que no admitía el que su hermana tuviese hijos de un indio. Y la pobre viuda, la madre en su dolor, encontró lenitivo a su desgracia en el corazón de las otras hermanas que continuaron amando a sus hijos: los hijos de la desgracia, no de la deshonra. A los quince días de haber llegado el hijo de Argüello a Maracaibo, sucumbió de cruel dolencia.

¡Cuántos contrastes en estos hechos! Leonor al recuperar el amor de su esposo encuentra al protector de su hija: Paula bendice a Dios porque le conserva los suyos, en tanto que Elvira ve sacri car a su padre adoptivo y al padre de sus bellos ángeles, por la venganza y ruindad de su hermano.

La nobleza del esposo corona la desgracia de Leonor, y en Paula triunfa el amor de madre, tan desgraciado en Elvira. El grupo de las tres hermanas lo realzan el deber, la maternidad, el sentimiento que sublima el infortunio.

Preguntados los indios, por qué sus predecesores habían  echado al devotísimo Cruci jo en 1600, contestaron que todos los actores de aquel suceso habían tenido muy triste  n, y que por esta razón no habían saqueado el templo en las otras ocasiones en que habían destruido el pueblo.

Al abandonar las ruinas de Gibraltar los pocos de sus moradores que sobrevivieron a tanta desgracia, llevaron consigo el Santo-Cristo que depositaron en el templo principal de Maracaibo. Pero a poco hubieron de retornar, obligados por la fuerza, con el objeto de restablecer a la segunda Gibraltar, que fue reconstruida de una manera tan sólida como duradera. De nuevo apoderóse de los habitantes de esta comarca el espíritu de comercio con los pueblos de la cordillera andina, apareciendo Gibraltar rica, poblada y sin temores respecto de los indios motilones, que no se atrevieron a sorprenderla. En posesión de nuevas riquezas y construida la ermita que iba a servirles de templo, los gibralteños reclaman el Santo Cristo a los moradores de Maracaibo, quienes se niegan a entregarlo.

Guardianes de una e gie que había resistido al fuego y a los instrumentos mortíferos de los indios, se resisten por repetidas ocasiones a la entrega del tesoro piadoso que se les había encomendado, pre riendo que se les hiciera el reclamo por los tribunales, antes de ver salir la santa reliquia, de la cual no poseían ningún título de propiedad.

Enojosa cuestión iba a ventilarse, y, como en casos semejantes, dos partidos surgieron, reclamando iguales derechos. De un lado aparecían los moradores de Gibraltar, compactos y  rmes, acompañados de muchos habitantes de Maracaibo, y del otro, gran porción del pueblo de esta ciudad. Competencia tan absurda, después de engendrar disgustos personales, hubo de atravesar el Atlántico, como todas las que se ventilaban en las diversas capitales de la América, en solicitud de una solución real. Según dice la tradición y asegura fray Juan Talamaco en la novena de la Santa Reliquia, escrita ahora años: “los señores del Consejo de Indias remitieron la resolución al mismo Cristo, ordenando que la imagen fuese embarcada cuando soplase el viento hacia Gibraltar, y que el lugar de la costa del lago adonde llegara el divino Pasajero, sería el dueño de tan deseado tesoro”.

Después de sentencia tan peregrina, los dos partidos deseando concluir cuestión tan enojosa, quisieron tomar parte en la ceremonia que iba a efectuarse, y la cual consistió en colocar la Santa Reliquia en una embarcación, en medio de las aguas, distante de Maracaibo, y dejarla a la ventura, desde el momento en que soplara el viento hacia Gibraltar. Pero como el resultado  nal no podía conocerse sino después de hechos repetidos, establecióse que debía hacerse el ensayo en tres ocasiones. Dispúsose que ambos partidos, en embarcaciones de todo género, formando alas separadas, fueran tras de la nao conductora del Santo-Cristo, y a distancia.

En la primera vez, después que se in aron todas las velas de las naos en dirección a Gibraltar, condújose al lugar designado de antemano la nave misteriosa, la cual fue entregada al capricho de las olas. Con gracia surca las aguas y es saludada por los vivas de ambos partidos, cuando de repente se detiene frente a la Punta del chocolate, de donde no continúa ni con el viento, ni con el remo. Al segundo día se efectúa la segunda prueba y lo mismo acontece. Cuando al tercer día, todo el mundo aguardaba igual resultado y colócase el Cristo en un cayuco, los ánimos quedan de pronto sorprendidos por un milagro. El Cristo seguía los impulsos del viento, cuando éste cesa, y el cayuco retrocede al puerto de Maracaibo, saludado

por los gritos de ambos partidos. De esta manera tan misteriosa como inesperada, pudo la sociedad de Maracaibo entrar en posesión completa de la Santa Reliquia de Gibraltar.

Gibraltar que había perdido su Cristo a poco de comenzar el siglo décimo séptimo, debía perder su grandeza a  nes del mismo siglo. Saqueada fue por el pirata francés El Olonés, en 1666, por el pirata inglés Morgan, en 1669, y por el capitán Gramont, en 1678.

Las tres primeras Gibraltar desaparecieron bajo el fuego de los motilones; la cuarta, quinta y sexta bajo el saqueo de los  libusteros; la séptima, montón de casas pajizas, sin población, sin riquezas, es una triste reminiscencia de su pasada grandeza. Entre los viejos escombros de piedra y en medio de las espaciosas salas de la nobleza maracaibera, vegetan árboles seculares, mientras que a orillas del lago, graznan las aves acuáticas, y el boa duerme entre las raíces cenagosas de los manglares, al soplo ardiente de temperatura tropical:

Lo que va de ayer a hoy,

Ayer maravilla fui

Y hoy sombra de mí no soy.

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