"Un día, cuando empezaba a
bañarse, un forastero levantó una teja del techo y se quedó sin aliento ante el
tremendo espectáculo de su desnudez. Ella vio los ojos desolados a través de
las tejas rotas y no tuvo una reacción de vergüenza, sino de alarma.
-Cuidado -exclamó-. Se va
a caer.
-Nada más quiero verla
-murmuró el forastero.
-Ah, bueno -dijo ella-.
Pero tenga cuidado, que esas tejas están podridas.
El rostro del forastero
tenía una dolorosa expresión de estupor, y parecía batallar sordamente contra
sus impulsos primarios para no disipar el espejismo. Remedios, la bella, pensó
que estaba sufriendo con el temor de que se rompieran las tejas, y se bañó más
de prisa que de costumbre para que el hombre no siguiera en peligro. Mientras
se echaba agua de la alberca, le dijo que era un problema que el techo
estuviera en ese estado, pues ella creía que la cama de hojas podridas por la
lluvia era lo que llenaba el baño de alacranes. El forastero confundió aquella
cháchara con una forma de disimular la complacencia, de modo que cuando ella
empezó a jabonarse cedió a la tentación de dar un paso adelante.
-Déjeme jabonarla
-murmuró.
-Le agradezco la buena
intención -dijo ella-, pero me basto con mis dos manos.
-Aunque sea la espalda
-suplicó el forastero.
-Sería una ociosidad
-dijo ella-. Nunca se ha visto que la gente se jabone la espalda.
Después, mientras se
secaba, el forastero le suplicó con los ojos llenos de lágrimas que se casara
con él. Ella le contestó sinceramente que nunca se casaría con un hombre tan
simple que perdía casi una hora, y hasta se quedaba sin almorzar, sólo por ver
bañarse a una mujer. Al final, cuando se puso el balandrán, el hombre no pudo
soportar la comprobación de que en efecto no se ponía nada debajo, como todo el
mundo sospechaba, y se sintió marcado para siempre con el hierro ardiente de
aquel secreto. Entonces quitó dos tejas más para descolgarse en el interior del
baño.
-Está muy alto -lo
previno ella, asustada-. ¡Se va a matar! Las tejas podridas se despedazaron en
un estrépito de desastre, y el hombre apenas alcanzó a lanzar un grito de
terror, y se rompió el cráneo y murió sin agonía en el piso de cemento. .:.
Remedios, la bella, se
quedó vagando por el desierto de la soledad, sin cruces a cuestas, madurándose
en sus sueños sin pesadillas, en sus baños interminables, en sus comidas sin
horarios, en sus hondos y prolongados silencios sin recuerdos, hasta una tarde
de marzo en que Fernanda quiso doblar en el jardín sus sábanas de bramante, y
pidió ayuda a las mujeres de la casa. Apenas habían empezado, cuando Amaranta
advirtió que Remedios, la bella, estaba transparentada por una palidez intensa.
-¿Te sientes mal? -le
preguntó.
Remedios, la bella, que
tenía agarrada la sábana por el otro extremo, hizo una sonrisa de lástima.
-Al contrario -dijo-,
nunca me he sentido mejor.
Acabó de decirlo, cuando
Fernanda sintió que un delicado viento de luz le arrancó las sábanas de las
manos y las desplegó en toda su amplitud. Amaranta sintió un temblor misterioso
en los encajes de sus pollerinas y trató de agarrarse de la sábana para no
caer, en el instante en que Remedios, la bella, empezaba a elevarse. Úrsula, ya
casi ciega, fue la única que tuvo serenidad para identificar la naturaleza de
aquel viento irreparable, y dejó las sábanas a merced de la luz, viendo a
Remedios, la bella, que le decía adiós con la mano, entre el deslumbrante
aleteo de las sábanas que subían con ella, que abandonaban con ella el aire de
los escarabajos y las dalias, y pasaban con ella a través del aire donde
terminaban las cuatro de la tarde, y se perdieron con ella para siempre en los
altos aires donde no podían alcanzarla ni los más altos pájaros de la memoria".
Gabriel García Márquez
Cien años de soledad